Sección Desde Llano Adentro

La Leyenda del Centauro


LOS CUENTOS DE PASCUAL

Mitos y Leyendas del piedemonte llanero 
ALBERTO BAQUERO NARIÑO © Derechos Reservados de Autor
Los tiempos de mi muerte coinciden con el despido de los Jesuítas del territorio llanero en 1767 y la pérdida consecuente de esa enorme economía que generaban las Reducciones, cuyos asentamientos más importantes en Colombia estaban en Casanare. Su empuje hizo temblar la difícil economía del Virreynato y las intrigas fermentaron el fruto de la expulsión. Las rivalidades entre Dominicos, Franciscanos y Jesuítas carecían de fronteras y límites. Con ello, el territorio llanero perdió el impulso de su economía y el río Meta se convirtió en una vía abandonada. Orocué que llegó a tener 6 consultados ahora parece un pueblo fantasma, como dicen que soy yo. Se perdieron los cultivos de yuca y Tique; se abandonaron los ganados y las enormes plantaciones aún existentes de cacao. Se destrozaron las instalaciones y llegó la ruina. Los Jesuítas habían permanecido 106 años y habían enseñado grandes cosas a los indígenas.

Dos siglos después en 1886 todo en Colombia se volvió Santa Fé, Río Magdalena, café y Cartagena, olvidando todo lo demás, gracias a Don Rafael Núñez y su centralismo a ultranza.

Los Jesuítas llevaron a sus Reducciones alguna gente de otras regiones para apoyar el desarrollo de ciertas formas de trabajo y ciertos hábitos como los de pesca y así llegó mi padre, hijo de negra y español, a estas tierras. Centauro soy desde ese tiempo, pero Centauro de veras.

Ya lo verán en mi historia. Desde aquellos tiempos suelo adornar con trenzas a las yeguas para que se vean más bellas y se parezcan más a mis hermanas, mis hermanas humanas. También las enamoro y por eso ellas rechazan a cualquier potro por lindo que sea. Yo las beso y las acaricio con mis patas y mis manos. Además les traigo ración bien buena, la mejor del universo. Mi cuerpo invisible las puede gozar, por eso gimen y relinchan en las noches cuando no llueve. No quiero la lluvia porque morí en un aguacero y por eso aunque acá habito, salgo poco.

Recuerdo cuando nací en Caribabare, hoy tierras de Hato Corozal, la Hacienda más importante de aquellos Jesuítas y cuando me mataron. Mi madre era una potra Zaina, tan hermosa que hasta le hicieron canción. Eran por ese entonces 15.000 cabezas de equinos las que tenía la próspera hacienda. Y mi padre un hombre inmenso venido de la Costa Atlántica a quien le gustaba, como a todos por allá, poseer a los animales. Y yo fuí el hijo de aquella pasión, porque mi padre la gozaba y hasta la quería con amor humano. Sinembargo, lo ocultaba como los Jesuítas a sus hijos a quienes les decían sobrinos.

Y nací como un Centauro: todo el cuerpo de caballo, en vez de cuello y cabeza equinos, aparecía un tronco humano completo que remata con mi testa de costeño, también humana. Mi corta vida fué cruel: mi padre me escondió durante algún tiempo; pero aprendí a hablar oyéndolo a él; entonces me dió por llamar a mis hermanas que se peinaban con trenzas. Al principio no sabían quien las llamaba y cuando supieron casi se mueren del susto. Poco a poco me hablaron sobre las costumbres de la gente y me enseñaron otras cosas. Quisieron enseñarme a cantar pero los centauros no podemos cantar. Mi madre la potra Zaina, se enloquecía cuando me veía y por eso mi padre se la llevó bien lejos. Creo que la vendió o la regaló con la única condición que se la llevaran a donde no la pudiera encontrar. Pero las otras yeguas sentían una extraña sensación al verme, pues se ponían en celo. Cuando cumplí cuatro años ya estaba para servir y esas eran las angustias de Toño mi padre, que desde que nací contaba los minutos y las horas, pensando en que su pecado se multiplicaría creando otros centauros o quien sabe que monstruos. Pero ya era tarde cuando él se percató de mis andanzas y no era mi culpa.

Ellas, las yeguas, me buscaban oliéndome el sexo y dándome allá besos y mordiscos de amor hasta que no había más remedio que servirlas. Y así, pronto las había poseído a todas.

Ningún caballo se atrevía a disputarme esos momentos, ni otros, porque las yeguas solo querían que yo las cabalgara y porque éllos sentían hacia mí un temor de caballo, temor que dura siempre. Algunas se desmayaban de felicidad y supe así que era mejor servidor que el mejor padrote y eso se lo debo a mi herencia humana, a uds huellas de caribe. Esa fue la causa directa de mi muerte. La angustia de mi padre fué infinita y enloqueció al conocer mis andanzas (los Jesuítas jamás supieron de mí porque viví escondido y Toño sufría cuando tenía que enseñarles como se hacía con los animales).

Yo mismo le conté porque no me pareció que fuera malo. Entonces empezó a sentirse abuelo de todos los partos de yegua, de la cosecha de engendros que iba a darse y la emprendió con una varilla contra mí. La primera en partirse fué mi débil cabeza de guajiro por donde me desangré hasta morir.

Mis hermanas oyeron mis lamentos de Centauro moribundo y me consolaron diciéndome que seres como yo habían existido antes y que en Grecia fueron dioses y que en el llano harían posible la emancipación de España y que yo estaría retratado en el Escudo del Departamento del Meta y que todo llanero que se respete aspiraría a ser un Centauro y que mis hijos estaban sembrados en las 50 yeguas del Hato Grande, en las 24 de Hato Canaguaro y en las l8 de Vanguardia.

En una sola noche Toño, mi padre, cegó la vida de 88 yeguas, matándolas de dos tiros en el vientre y uno en la cabeza buscando asesinar también a mis hijos. Pero le quedaron cuatro que no pudo encontrar esa noche, ni las otras de ese año, ni del siguiente, ni del otro. Se volvió el asesino de todas las yeguas muy buscado por la policía y por los dueños de caballerizas con orden y permiso de matarlo. Jamás pudo saber sobre la esterilidad de los centauros, pues en cierta forma somos afines a los mulos.

Su angustia solo era comparable a aquella que sentimos los animales cuando vemos a los hombres con sus escopetas de cacería e impotentes contemplamos la muerte de las especies animales.

Desde entonces, hace ya 215 años, deambulo haciendo trenzas a las yeguas que me gustan y haciéndolas gozar. A la que cojo, la engordo pero no dá cría. Quienes saben de mí y adivinan la causa de las trenzas, le cortan la crin a mi adorada y con eso me espantan. En el piedemonte, donde más me gusta estar, hay un tal Pascual que me conoce. Por eso solamente persigo a la yegua de Don Hernández, que es sonsa, no la cuidan mucho y además es algo vieja . Pascual lo sabe.

Estoy cansado. Mi cuerpo de caballo no se llena con nada y solo acepta vegetales. Deseo ardientemente carnecita asada y arrocito. Son pocas las casas donde dejan algo entre las ollas y menos en donde saben de mi presencia. Dejar algo en las ollas es atraerme y dizque doy miedo, a pesar que no hago nada malo.

Mi pena terminará cuando nazca otro centauro como yo. Por eso ruego al cielo que se importe al pié de monte llanero, una buena manada de costeños, ojalá bien grandes como Toño, Toño Saltarín, para que practiquen acá aquello que por allá se acostumbra hasta con las gallinas; puede que nazca mi reemplazo. A Casanare no regresaré nunca porque además de recordar mi tragedia recordaré como eran de lindas esas haciendas y lo bien que estaban los indios, hoy casi exterminados, cuando las dirigían los Jesuítas, a pesar de lo cacorros que eran.

Ahora estoy por esta vereda de El Carmen, y me quedaré unos 50 años más, mamándole gallo al tal Pascual, porque él prefiere trenzas a ver una yegua flaca. Además yo no lo jodo. Mi asunto es solo con las yeguas. El de él, es con las burras.

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