Sección Desde Llano Adentro

EL SILBÓN



LOS CUENTOS DE PASCUAL
Mitos y Leyendas del piedemonte llanero

ALBERTO BAQUERO NARIÑO

EL SILBÓN
Ya entrado el atardecer y mientras tomábamos guarulo, mezcla de agua de panela y café, de nuevo le solicitamos a Pascual Herrera "Campesino de las montañas de Oriente de Cundinamarca, por más señas de Puente Quetame" que efectuara el consabido relato sobre los duendes que empiezan sus penitentes andanzas, entre las 8 y las 12 de la noche de todos los días. Las montañas desde donde contemplábamos el horizonte llanero "aquella extensa tierra plana que nos invita a cada instante" son el lugar donde vivimos, Villavicencio, capital de frontera interior, cuidando las vaquillas lecheras, las gallinas, los naranjos, los mandarinos, las pequeñas plataneras, el cacao, los cafetos y uno que otro marranito. Eran lugares de la antigua hacienda El Buque, de los Convers, que a principios de 1900 tenía plantaciones de café, caña de azúcar, trapiche, una Pelton para generar energía y una ganadería poderosa.
La casa de la Hacienda fué canibalizada, destruida, cuando llegó "el progreso". Se ferió todo. Ahora tan solo es una ruina miserable invadida por una urbanización. Igual pasó con las haciendas de Vanguardia de don Emiliano Restrepó a finales del siglo XIX, y Apiay, la gran hacienda de los Jesuítas por estos lares, en 1680.
— Los duendes —empezó Pascual— son caminantes noctámbulos, que no han encontrado la paz de los sepulcros y anhelan nuevas compañías para su interminable peregrinación. Son los mensajeros de la otra vida, sin figura corporal como nosotros.
— Quizá en su existencia material cometieron una gran falta, un gran pecado; tal vez, cuando fueron humanos hicieron pactos de magia negra para cumplirlos en la muerte. Pueden ser también almas errantes victimas de la herencia o arrepentidas por haber disfrutado desaforadamente las veleidades de un mundo cruel, que desde luego, jamás entendieron. Son espíritus condenados a permanecer andando en pago por acciones perversas de sus cuerpos anteriores, así dicen.



— El Silbón-continuó Pascual con sonrisa de oro, diente de oro, afirmándose en las caras pálidas y atónitas de sus amigos, también labradores del lugar— es un espíritu andariego y juguetón, a veces bueno, a veces malo. Por eso nadie sabe si durante su vida fué un ser maligno. De golpe fué un bueno arrepentido.
Lo cierto fue que al viejito Juan, don Juan Pataquive, chiquito y jorobado muy conocido en la Vereda El Carmen —dijo santiguándose- le salió El Silbón. Ustedes lo recuerdan, verdad? Era del signo zodiacal de Tauro, quizá por ello, su vitalidad y su guasamayeta.
Contaba Don Juanito, alma bendita, que en varias ocasiones cuando subía de noche por el camino, siempre escuchaba silbos que le parecían de vecinos en cacería. Nunca le había pasado nada extraño, porque él, para pena del duende, tenía mucha suerte: no sabía silbar. En aquellos momentos nadie le hablaba, sólo oía silbos y él tampoco decía nada. Así pasaron varios años, hasta que en la plaza del Maizaro en Villavicencio allí abajito, le enseñaron a chiflar y a conjugar labios, lengua y aire para emitir toda clase de sonidos bucales. Estaría borracho para atreverse a aprender ya a sus años. Entonces se la pasaba silbando en la angustiosa soledad de su rancho; el silbo se convirtió en su compañía, en su arrullo, en su alegría o en su tristeza que era la que más tiempo duraba. Don Juanito vivía solo, porque jamás lo resistió mujer alguna. Era imposible soportarlo, me contó con nostalgia y entre suspiros maliciosos una puta enorme en Puerto López, blandiendo un brazo y cerrando el puño. Así "dijo riéndose Pascual" es puro cuento que sólo los costeños son bien cargados. Esta tierra también da buenas yucas.
Juan, poco a poco, empezó a silbar bonito, de tanto ensayar; oreja si tenía. Muchas veces me vine con él y era como andar con un ruiseñor o escuchar el arrullo de una mirla mañaniando, a pesar de su triste y fea jeta, jeta de anciano ya sin dientes. ¿Cierto Marquitos? Y agregó: parece mentira que nunca antes de los 65 años hubiera silbado porque en ello se volvió maestro. Era asombroso como interpretaba todas las melodías; nos veníamos con él; lo esperábamos hasta que se metiera sus 20 cervezas, para que el camino se nos hiciera corto, más corto y suave. Aquel camino —a cuyo lado contemplábamos enormes árboles maderables como el Macano amarillo, el Guacamayo o el Palo Piedra y uno que otro frutal como el Guayabo, el Aguacate o el Guanábano- fue testigo de muchas aventuras. Por ahí llegaron a colonizar estas laderas.
Tenía la maña de venirse tarde, porque necesitaba satisfacer su soledad con los silencios de todos, oír sus pasos, nuestros pasos, contados varias veces: 23.448 pasos desde la carretera que viaja a Acacías hasta su tugurio. Sí, tugurio, porque el viejo Juan, jamás pudo meterle ni un centavo al rancho. La gente sabía que a quien si le metía alguna cosa, era a la burra Jacinta en la que traía su pequeño mercado. Ella y sus silbidos eran su familia, su compañía. Se convirtió en el novio de la burra Jacinta, en su pequeño pero cumplidor amante, porque Jacinta era el único ser sobre la tierra hecho a su medida, la única hembra donde él cabía y qué bien cabía.
Pero no jodamos más con Juan! y agregó: El Silbón considera que nadie chifla como él, en cuanto a dulzura, volumen y extensión. Sinembargo, por aquí sabemos que él puede silbar dos horas sin parar y muy duro, pero no puede silbar bonito. A lo mejor el Silbón, es el espíritu en pena de un flautista frustrado a quien la envidia lo condujo a cometer crímenes y está condenado a vagar con su añoranza a silbar bonito. Dicen que convivía con otro flautista genial que nunca ensayaba. El hacía esfuerzos sin par para aprenderse los papeles de las obras. Una vez, la envidia le hizo comprar cianuro y untarlo en la boquilla de la flauta de su amigo. Aquel se enfermo, mas no murió. Otra vez puso en la cama del genio una culebra venenosa, pero ese día el músico no llegó y casi lo muerde a él aquel ofidio.
Su gran aspiración era ser solista, que toda la sinfónica estuviera al servicio de su interpretación. Su amigo, el solista titular, enfermó a causa de otro veneno que le dió con el café. Entonces le otorgaron el papel, su sueño, su antigua aspiración.
El Director, que sabía lo mecánico de la interpretación del esforzado músico, añoraba al titular. El día del estreno, una hora antes, llegó el enfermo, pálidó, listo, y en media hora satisfizo al Director y ejecutó el concierto a las mil maravillas.
Entre tanto, su frustrado amigo, compró un hacha y lo hizo picadillo, a él y a cuanto flautista o músico de viento encontrara. Las orquestas se volvieron de percusión y cuerdas. Jamás lo encontraron. El resultado de su tétrica actuación fue la masacre de 26 flautistas, 48 clarineteros, 65 flautistas, 5 fagotistas, todo en 10 años hasta que desapareció.
Juan con su silbido exquisito, tenía en terrible celo al Silbón, quien cada vez lo acechaba más de cerca, aún en su rancho, porque jamás Silbón alguno, podía dar serenatas de burra y hacerla agradecer con rebuznos de media noche, rebuznos en vez de retozos, en cama vieja, su pobre, chirriadora y lánguida cama; Juan hubiera dado su única, descolorida y sucia cobija, por una noche de burra en cama, por unos besos amorosos de Jacinta, por unas cuantas caricias en vez de las terribles pero tiernas coces que le amargaban sus más bellos momentos.
Trepaba el viejo Juan por el camino, el día de todos los Santos 1o. de Noviembre, hace ya dos años, silbando como siempre las canciones de la misa de 7 a la que siempre iba en día de fiesta, las rancheras y algún joropo antiguo. Esa vez venía solo.
Alguien me está mamando gallo desde hace rato, —pensaba Juan— y lo voy a joder a silbos. Si me llama le contesto, si desea contrapuntear a silbos lo arreglo.
El Silbón logró al fin, que Juan le contestara un saludo, pero el viejo no quiso parar; en vez de contestar el silbo, se desparramó en melodías agudas, preciosas que invitaban a callar los ruidos de las 11:80 de la noche, noche oscura, sin luna, con el reflejo de los bombillos nocheros de las discotecas de Villavo. Era domingo, domingo con evocaciones de muerto.


Al instante, el Silbón estaba a su lado, tratando en la eterna angustia de los duendes de superarlo, pero inútil porque Juan era mejor. El Silbón aumenté entonces su volumen hasta tapar los humanos sonidos del anciano, quien buscando en las sombras su contendor, no localizaba nada; era un ruido espantoso que surgía del aire. Un frío intenso comenzó a rodearlo y a recorrerlo, desde las pantorrillas, donde estaban las cicatrices y costras de su amor, hasta la cabeza, que le dolía ya de modo considerable. Su sombrero Pelo de Guama y la carga que llevaba a cuestas, le pesaban una arroba más por cada paso que intentaba; pero la burra era ajena al duelo en que el viejo Juan se había envuelto; tal vez ella pensaba que la causa de aquellos pasos cada vez más lentos e incoherentes eran los achaques de su pequeño amante, que en compensación a su tamaño poseía una tremenda masculinidad que en letargo alcanzaba sus rodillas.
— Esa burra a lo mejor era humana, porque dicen que cuando hay espantos, los animales se paralizan de susto, afirmó Pascual.
Se tapaba el anciano las orejas con las dos manos, pero la intensa brutalidad de los silbos, comenzaron por destrozar sus tímpanos, reventar todas las membranas, articulaciones y huesos de sus oídos, de los que sentía brotar a borbotones un líquido vizcoso, parecido a la pus que tantas veces se sacara de las rodillas, cuando hizo los primeros intentos de enamorar a Jacinta, de butaquear con ella, como dicen en la Costa.
Desde entonces Juan se volvió sordo como una tapia y su locura le hizo escuchar a todas horas, allá en su mente primitiva, los sonidos dañinos del Silbón. Se le veía a cualquier momento revolcarse gritando con las manos en los oídos. Poco después Jacinta murió, dicen que de tristeza y de falta de amor, porque Juan ya no era el mismo. Ni siquiera volvió a cuidar sus Dalias, sus Orquídeas, sus Bugambiles, ni su adorada Brilla a las Once, flores silvestres que adornaban su ranchito.
— Así, concluyó Pascual, cuando se escuche silbar en medio de la noche, no hay que contestar, porque enseguida él llega. Y nunca olviden que para eso hay una sola contra: ¡cerrar bien la jeta..!!!



No hay comentarios:

Publicar un comentario